En la carrera por alcanzar mejorar las posiciones regionales y globales en los índices internacionales de ciberseguridad, los países enfrentan un reto común: cómo traducir las buenas intenciones estratégicas en resultados concretos que fortalezcan la resiliencia nacional frente a las amenazas cibernéticas. La respuesta está en una palabra clave: alineación. Alinear las estrategias nacionales de ciberseguridad con indicadores claros, medibles y específicos que respondan, tanto a las prioridades locales como a los estándares internacionales, no es solo una buena práctica, es una necesidad estratégica.
Los principales índices internacionales de ciberseguridad, como el Índice Global de Ciberseguridad (GCI), de la UIT; el Índice de Ciberseguridad del BID, de la OEA; y el Índice Nacional de Ciberseguridad (NCSI), de Estonia, no solo miden la existencia de políticas o leyes, sino la efectividad, la implementación, la madurez operativa y la mejora continua de cada componente de la arquitectura cibernética de un país.
En este sentido, los países que aspiran a mejorar su postura global deben hacer más que adoptar estrategias; deben estructurarlas desde su diseño con métricas que dialoguen con estos marcos de evaluación.
Incorporar indicadores alineados con estos índices, permite no solo monitorear el avance interno, sino también comparar el progreso respecto a estándares regionales y globales. Un país que define, por ejemplo, que tendrá una Estrategia Nacional de Ciberseguridad no puede limitarse a su publicación: debe establecer indicadores de implementación efectiva, tales como la cantidad de ejercicios cibernéticos realizados, el número de instituciones críticas que han adoptado controles mínimos de seguridad —por supuesto, previamente un marco metodológico para la identificación y designación de estas —, o la existencia de mecanismos de coordinación multisectorial activos. Todos estos, son criterios que miden los índices internacionales.
La alineación también tiene beneficios diplomáticos y reputacionales. Un país que puede demostrar avances verificables y documentados se convierte en un socio confiable ante organismos multilaterales, plataformas de cooperación regional y potenciales inversores. Además, esta práctica genera un círculo virtuoso de rendición de cuentas y mejora continua, ya que obliga a las autoridades responsables a mantener actualizado el diagnóstico nacional y a tomar decisiones basadas en evidencia.
A su vez, no basta con afirmar que se fortalecerá la protección de infraestructuras críticas; se debe medir cuántos sectores cuentan con CSIRTs sectoriales activos, qué porcentaje de operadores estratégicos cumplen con auditorías de seguridad, o cuántos incidentes críticos han sido gestionados en coordinación con el CSIRT nacional. Esta trazabilidad es lo que permite evolucionar de la estrategia al
impacto real.
La República Dominicana, por ejemplo, ha dado pasos firmes al estructurar su Estrategia Nacional de Ciberseguridad 2021–2030 con principios de mejora continua. Sin embargo, para consolidarse como referente regional, es necesario profundizar en la alineación de su planificación estratégica con los indicadores que evalúan los organismos internacionales. Esto incluye, desde la regulación efectiva de la infraestructura crítica, hasta la incorporación de la ciberseguridad en la educación básica y la creación de mecanismos de evaluación técnica de productos TIC.
No cabe dudas de que una estrategia de ciberseguridad, sin indicadores claros, es como un mapa sin coordenadas, ya que lo que no se mide, no se mejora ni se ajusta. Para avanzar con sentido, los países deben integrar desde el inicio indicadores medibles, relevantes y comparables, que permitan demostrar su progreso, fortalecer su posicionamiento internacional y, sobre todo, garantizar un entorno digital más seguro para sus ciudadanos y sectores clave. Solo así la ciberseguridad dejará de ser un concepto abstracto para convertirse en una política pública efectiva, sostenible y con impacto tangible.
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