En el escenario educativo contemporáneo, el debate sobre el uso de la tecnología en las aulas ha alcanzado niveles de polarización preocupantes. Mientras algunos sectores abogan por su integración total, otros promueven restricciones drásticas, alegando que su presencia perjudica la concentración, la socialización y el rendimiento académico. Sin embargo, esta visión reduccionista deja de lado la pregunta central: ¿cómo podemos utilizar la tecnología de manera estratégica para potenciar el aprendizaje y el desarrollo cognitivo de los estudiantes?
Algunas instituciones educativas han optado por limitar el acceso individual a dispositivos digitales, convencidas de que así mejorarán la atención y el desempeño escolar. Pero, ¿es realmente la tecnología el problema o es la forma en que ha sido incorporada al aula? Esta medida ignora un principio pedagógico esencial: el impacto de cualquier herramienta educativa no depende de su mera presencia o ausencia, sino de cómo se utiliza en el proceso de enseñanza-aprendizaje. No se trata de prohibir o permitir, sino de educar con propósito.
En la memoria de muchos adultos resuena la imagen de la infancia en la que los libros, los lápices y el contacto con la naturaleza parecían definir una educación más “pura”. Hoy, la presencia de pantallas genera en muchos padres y docentes una sensación de desconexión con ese pasado, de pérdida de lo que consideraban valioso. Pero, ¿es justo evaluar la educación del presente con la nostalgia del pasado? ¿Acaso nuestros abuelos no miraban con escepticismo la llegada de la televisión o la radio a los hogares? La tecnología ha transformado el mundo, y negarla en la escuela, no hará que desaparezca de la vida cotidiana de los estudiantes.
Numerosos estudios han demostrado que el uso indiscriminado de la tecnología, sin una orientación pedagógica clara, puede afectar la atención y la calidad del aprendizaje. Pero, ¿qué ocurre cuando se emplea de manera estratégica? La tecnología puede fomentar el aprendizaje activo, la creatividad, la resolución de problemas y el pensamiento crítico. El verdadero debate no debería centrarse en el tiempo de exposición a las pantallas, sino en qué están haciendo los estudiantes con ellas. ¿Se limitan a consumir información o están creando, resolviendo, explorando?
Culpar a las pantallas de los problemas educativos desvía la atención de desafíos estructurales más profundos: modelos de digitalización deficientes, formación docente insuficiente en competencia digital, inequidad en el acceso a la tecnología, y la ausencia de estrategias didácticas significativas. Sin una estrategia clara, la tecnología puede convertirse en un simple sustituto de materiales tradicionales en lugar de un medio para la transformación educativa. Si en lugar de rechazarla, nos preguntáramos cómo hacerla verdaderamente útil, podríamos abrir las puertas a una educación más inclusiva y conectada con la realidad de los estudiantes.
El desafío no es menor. La digitalización educativa exige formación docente en integración tecnológica, modelos de equidad que garanticen el acceso de todos los estudiantes, evaluaciones rigurosas sobre su impacto en el aprendizaje y, sobre todo, la enseñanza de un pensamiento crítico que permita a los jóvenes comprender la tecnología y no solo usarla. ¿Estamos formando ciudadanos digitales capaces de interpretar la información que consumen? ¿Sabemos si las estrategias tecnológicas que implementamos realmente están potenciando su aprendizaje o simplemente replican modelos tradicionales en un formato digital?
El debate sobre la tecnología en la educación debe trascender las posturas extremas y fundamentarse en la evidencia pedagógica. La educación no puede diseñarse a partir del miedo o de modas pasajeras, sino desde un enfoque reflexivo y estructurado. En lugar de decidir si encender o apagar las pantallas, el foco debe estar en cómo utilizarlas para fortalecer el aprendizaje y preparar a los estudiantes para el mundo en el que vivirán y trabajarán.
Cada generación de educadores ha enfrentado su propio dilema tecnológico. Hoy, nos toca decidir si queremos una escuela que se aferre al pasado o una que asuma con responsabilidad el presente. Si ignoramos la tecnología en la educación, ¿no estaremos dejando a nuestros estudiantes sin las herramientas para comprender el mundo que los rodea? La escuela no debe ser un refugio del pasado, sino un espacio de preparación para el futuro.
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