Demasiado rastro digital dejamos a nuestro paso. Por doquier cámaras ocultas, micrófonos diminutos, teléfonos inteligentes y GPS nos persiguen y nos delatan. Muchos botones de compartir prestos a ser pulsados, aplicaciones de mensajería instantánea al alcance de todos.
La doble vida ya no es posible. El doble discurso ya no es sostenible. Sólo la ética lo es, la coherencia entre lo que eres y lo que dices ser. Por si no bastara todo el poder en manos de otros para capturar y difundir información nuestra, nosotros mismos nos ponemos en evidencia.
En las redes sociales revelamos más de lo que quisiéramos, inadvertidamente. Con demasiada frecuencia olvidamos que cualquier cosa que publiquemos puede ser usada en nuestra contra, y lo será, seguramente, si no actuamos en consonancia con el discurso que enarbolamos.
En vano se empeñan las organizaciones en la confidencialidad, en tumbar las señales de celulares dentro de sus plantas y salones, en prohibir hacer filmaciones y fotografías dentro de sus espacios. Está bien que lo hagan – para mandar una señal de prudencia y discreción-, pero sabiendo que en cualquier momento puede aflorar al público lo que se quiere ocultar.
Por eso, la mejor estrategia de gestión es la ética, la más rentable de forma sostenida y la única sostenible en el tiempo. En consonancia, la mejor estrategia de comunicación es la verdad, una premisa que vale igual para las personas como para las organizaciones, para una industria como para todas.
Frente a una crisis de imagen, se puede enmarcar la narrativa de la empresa de una manera favorable o menos lesiva a la organización; se puede decidir revelar información sensible solamente a actores seleccionados; en algunas industrias se aconseja andar con pie de plomo, mientras en otras se demanda más presteza, pero, en ninguna situación ni en ninguna industria legítima, la mentira debe ser una opción.
La mentira es, para estar claros, la comunicación que se emite con la intención deliberada de engañar o confundir al destinatario del mensaje, cuando este espera una comunicación honesta.
“La honestidad es un regalo que les hacemos a los demás”, escribe el filósofo, neurocientífico y celebrado autor estadounidense Sam Harris, en su libro “Mentir”. “Cuando nos comprometernos a ser honestos con todos, nos comprometemos a evitar un amplio abanico de problemas a largo plazo, si bien tiene el coste de cierta incomodidad ocasional a corto plazo”.
Asumir esa incomodidad, sin embargo, nos puede ahorrar grandes problemas a largo plazo, toda vez que mentir, en estos tiempos, nos coloca en un alto riesgo de vulnerabilidad y de destrucción de confianza.
Si la deshonestidad nos hace vulnerable, la honestidad, por el contrario, es una fuente generadora de confianza, de poder y de simplicidad. Decir la verdad, cualesquiera que sean las circunstancias, nos libera de tener que prepararnos para nada. Podemos limitarnos a ser nosotros mismos.
Toda mentira nos persiguirá en el futuro y engendrará más mentiras, para poder “sostenerla” en el tiempo, empujándonos a un círculo vicioso de destrucción de valor. A diferencia de la verdad, que no requiere ninguna otra tarea por nuestra parte, a las mentiras hay que alimentarlas, mantenerlas y protegerlas continuamente de chocar con la realidad.
Cuando decimos la verdad, por el contrario, no tenemos nada a lo que seguir el rastro. La verdad nunca requiere mayores atenciones. Solo hay que repetirla.
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