Llega marzo y, nuevamente, volvemos a hablar de liderazgo femenino, de la importancia de empoderar a la mujer en el sector empresarial; de la inclusión, aplaudimos los casos de éxito de un segmento de valiosas mujeres que han logrado vencer todos los desafíos que implica el crecer en nuestra sociedad y alcanzar las más altas posiciones.
Llenos de admiración, tomamos notas de su ejemplo y entre todos asumimos firmes el compromiso de cerrar cada vez más la brecha de género, que permanece en todos los ámbitos de nuestro país y así, hasta el año próximo.
Pues yo, en esta ocasión, prefiero aprovechar este mes para destacar como prioridad la importancia de generar consciencia sobre aquellos casos que se viven en nuestro país y que no son considerados ejemplo de éxito, pero que sí son mayoría.
En pleno siglo 21, en la República Dominicana aun somos testigos de una amplia desigualdad de derechos que continua colocando en desventaja a mujeres, niñas y adolescentes, especialmente a aquellas pertenecientes a comunidades vulnerables y que representan la mayor parte de la población. Si a esto, sumamos la evidente debilidad en ejecución de políticas públicas orientadas a mitigar los problemas generados por dicha desigualdad, la falta de acceso a educación sexual, la violencia implacable que aun enfrentamos y la carencia de leyes, pudiéramos concluir sin lugar a duda que tal vez no tenemos tanto que celebrar y, muy por el contrario, que ser mujer en nuestro país es cada vez más difícil.
La tasa de embarazo adolescente en República Dominicana continúa siendo la más alta de toda América Latina y el Caribe. Los datos disponibles indican que el 22 % de las mujeres entre 12 y 19 años han estado embarazadas, lo que es un 34 % más alto que el promedio de toda la región. Es espeluznante saber que gran parte de nuestras niñas en zonas rurales inicia la actividad sexual desde los 9 años, y muchas con 15 años ya han tenido su segundo hijo.
No podemos seguir ignorando el impacto socio económico que esta problemática genera, y lo que representa para la integración de la mujer en los sectores productivos, cuando la mayoría desde la niñez ve su futuro truncado, lo cual, a su vez, repercute en la propagación de la pobreza generación tras generación; la baja o nula formación educacional, la degradación de oportunidades de inserción laboral, y la perpetuación del riesgo de la violencia de género, intrafamiliar y social.
Esta realidad se vuelve aun más oscura cuando comprobamos que están señalados como causas principales del embarazo infantil y adolescente en nuestro país: el abuso sexual, muchas veces provocado por un familiar o persona allegada a la familia; la normalización social de la violencia sexual y los patrones culturales que lo defienden, y la carencia de educación sobre derechos sexuales y reproductivos.
Lo que es verdaderamente grave es conocer estos datos y de la condena que representan para la mujer dominicana, y nuestro desarrollo, y al mismo tiempo ver cómo se rechaza la educación sexual en las escuelas, como solución primaria. Aún peor: ver a nuestros legisladores llenarse de orgullo, mientras se niegan a reconocer la interrupción voluntaria del embarazo tipificado dentro de las tres causales, como un derecho en perjuicio de las mujeres y niñas más vulnerables en nuestro país.
Bajo tales condiciones, el mes de marzo no tiene motivos de celebración, más bien deberíamos aprovecharlo para generar alerta sobre el cambio de dirección que necesitamos y el círculo vicioso de pobreza y subdesarrollo que tenemos como sentencia, mientras como sociedad, nos continuemos negando a hacer frente a lo que sí viven como realidad las mujeres dominicanas.
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