Es un ejercicio muy fácil, simplista y hasta irresponsable emprenderla contra la Junta Central Electoral (JCE), por la lucha que ha librado, con resultados limitados, en torno a la forma de regular la campaña electoral a destiempo, que se realiza con actos multitudinarios y una profusión de propaganda proselitista con vallas y letreros por todas partes.
Es cierto, porque lo ha admitido el propio presidente de la JCE, Román Andrés Jáquez Liranzo, que ese órgano de comicios no cuenta con “las garras” necesarias para poder aplicar, con un sistema efectivo de consecuencias, las regulaciones que establecen las leyes electorales.
Pero es innegable, y como prueba están múltiples advertencias, declaraciones y resoluciones que sobre el particular ha emitido la Junta, que el esfuerzo ha sido realizado con un enfoque verdaderamente institucional, en aras de fortalecer la democracia y la credibilidad de los propios partidos, aunque la dirigencia política no lo vea así.
Parece que no acabamos de sacar provechosas y preventivas lecciones de lo acontecido en otras naciones del hemisferio, donde el sistema tradicional de partidos ha estado en desbandada y con serios cuestionamientos, precisamente por no ajustarse a las normativas legales.
En su renuencia a cumplir con las regulaciones que trata de aplicar la JCE, algunos partidos y sus representantes en el Congreso, han sostenido que tales normativas violan la Constitución que garantiza la libertad de reunión.
Con tales argumentos se ignora, y quizás de manera exprofeso, porque no puede ser por ignorancia o desconocimiento, que la Carta Magna traza enunciados generales y que son las leyes adjetivas las que especifican los límites de ejercicio en cada área del quehacer humano, porque solo imbuido por un espíritu libertario se puede invocar el anarquismo, una doctrina que propugna por la supresión del Estado como tal.
En un inteligente y provechoso ejercicio de asentir y disentir, la dirigencia partidaria en general debe comprender el papel de la Junta, y la llamada sociedad civil y otros actores de la sociedad dominicana, deben entender que lo que en principio puede verse como una debilidad del organismo, es en realidad tolerancia, previniendo un conflicto mayor de consecuencias impredecibles.
A los partidos, y sus dirigentes, es que más le conviene una adscripción rigurosa al ordenamiento que evite crisis y la posibilidad, como ha ocurrido en Venezuela, Nicaragua y otros países, de trastornadores proyectos electorales que han desembocada en descalabros sociales ante el descrédito del sistema tradicional de oferta electoral.
En la esfera local, hay que recordar como maniobras, artimañas y juego de intereses grupales entorpecieron en su momento la aprobación de la ley de partidos, que estuvo empantanada sobre la forma de hacer primarias, abiertas o cerradas, en una viva demostración de que la clase política quería seguir sin ningún tipo de regulación y sin la obligación de rendir cuenta de sus actuaciones.
En consecuencia, las agrupaciones políticas tienen que meditar bien sus argumentos al aprobar o rechazar determinados temas de debate, para que los ciudadanos perciban coherencia entre lo que se proclama y lo que finalmente se hace, sin subestimar la capacidad de los electores de establecer cuándo se les trata de confundir con juegos de palabras.
Hay que luchar para que los procesos electorales sean un ejemplo de convivencia armónica y una “fiesta de la democracia”.
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